La participación activa de la Iglesia en la política, desafiando el principio de separación entre la religión y el Estado, ha sido motivo de controversia a lo largo de la historia. Nuevamente, la Iglesia trata de influir en las elecciones, llamando a votar por candidatos congresuales afines a sus convicciones doctrinales, contradiciendo el mandato bíblico de “Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.
Esta interferencia política no solo es incompatible con los fundamentos democráticos de neutralidad y pluralismo, sino que también socava los principios éticos y morales que la Iglesia pretende defender. Al politizar la religión, se corre el riesgo de dividir a la sociedad en base a creencias particulares, en lugar de promover la unidad y la tolerancia.
La participación de la Iglesia en la política plantea preocupaciones sobre la imparcialidad y la equidad en el proceso democrático. Cuando una institución religiosa ejerce una influencia desproporcionada, puede priorizar sus intereses sectarios sobre el bien común, excluyendo a quienes no comparten sus creencias, es el caso de las “tres causales” donde la mayoría estamos a favor.
Recordemos que el domingo 28 de julio de 1844, se leyó en todas las iglesias y parroquias de la naciente República, una carta pastoral emitida por el arzobispo Tomás Portes, excluyendo del cristianismo a Juan Pablo Duarte y a todo aquel que desobedeciera al General Pedro Santana.
Una copia de esa carta, se encuentra en el Archivo General de la Nación; Colección del Centenario de la República, volumen II, páginas 47 a 55.
En ausencia del destituido Obispo Masalles, es el controvertido padre Ruiz, (defensor de los curas pedófilos), quien ahora lleva la voz cantante del mal llamado sector provida. Nos satisface que, aunque Omar Fernández se pronuncie en contra, las hijas de Abinader (mujeres jóvenes provenientes de una familia con valores cristianos) se expresen a favor.
Fue en 1963 cuando la funesta intervención de la iglesia, provocó el derrocamiento de Juan Bosch. Es fundamental que la Iglesia se centre en su misión espiritual de promover la compasión, la justicia y la reconciliación en lugar de buscar poder político. Renunciar a su papel político no solo preservaría la integridad de la fe, sino que también contribuiría a construir una sociedad más justa y equitativa.