Mientras el país entero aún sangra por la tragedia ocurrida en la discoteca Jet Set, una nueva herida se abre, más profunda y repugnante: nos hemos enterado con dolor e indignación que algunas de las pertenencias de los heridos y fallecidos —dinero, joyas, tarjetas de crédito— fueron robadas por manos miserables, vestidas con y sin uniformes, que supuestamente habían acudido a prestar auxilio.
Sí, en lugar de ayudar, robaron. Como hienas disfrazadas de salvadores, aprovecharon el caos y el sufrimiento para enriquecerse con los restos aún tibios de la tragedia.
Lamentablemente se está normalizando un patrón atroz: víctimas de accidentes en carreteras que, en lugar de recibir asistencia, son despojadas por los primeros que llegan al lugar. Y no se trata de casos aislados; lo hemos visto en innumerables videos y noticias.
Si es un camión accidentado, no faltan los que, sin vergüenza alguna, aparecen con sacos, canastas y hasta niños en brazos para participar del saqueo.
Se comportan como manadas hambrientas, sin importarles la dignidad ni el dolor ajeno, frente a las cámaras, como si fuera un derecho.
Y si hay algo que sigue causando escalofríos, incluso en esta época de insensibilidad mediática y anestesia moral, es la muerte. Pero hoy, ni siquiera los cadáveres escapan al ultraje.
Nuestra sensibilidad colectiva ha sido violada por una cultura que glorifica el egoísmo, la acumulación de dinero y la indiferencia.
Pareciera que hay en ciertos sectores una pulsión oculta, una ruindad contenida que solo necesita un escenario de desgracia para salir a flote.
Algunos jamás han cometido un delito, pero basta con ver a una persona vulnerable para que aflore el instinto de despojar, de robar, de aprovecharse. No por necesidad inmediata, sino por una oportunidad de lucro en medio del colapso.
El saqueo no es solo robar: es el símbolo de un colapso moral. Sucede en guerras, en catástrofes, donde la ley se desvanece.
Pero cuando ocurre en tiempos de paz, frente a heridos y muertos, lo que estamos viendo no es solo crimen: es decadencia.
La policía tiene el deber de identificar el destino de las pertenencias y a quienes han usado las tarjetas de crédito de los fallecidos.
La justicia, por su parte, debe actuar con firmeza y dar ejemplo: imponer penas severas que dejen claro que, en este país, aún con todo su caos, la carroña humana no puede quedar impune.